lunes, 24 de diciembre de 2012

¡Felices Fiestas!



Llega esta época del año y a las madres nos crecen tres o cuatro brazos más, aparte de los ocho que ya teníamos. Si tocan las fiestas en tu casa, estás frita: es un trabajo tremendo aunque todos los parientes traigan algo. Si te toca ir a lo de un familiar, ya habrás estado cocinando el postre, el vitel toné o la ensalada rusa (comidas, estas últimas, ¡que sólo se hacen para las Fiestas!). 

Hoy es 24: seguramente ya compraste los regalos que fuiste planeando con ingeniería milimétrica para no destrozar la billetera. Te ocupaste, además de los regalos de tu familia, de comprar para tu familia política (si tenés compañero, y es de los que salen a comprar regalos para sus padres, hermanos y sobrinos, te felicito) y quizás los de tu jefe en la oficina. En fin... ¡qué laburo!!!

Ojalá puedas disfrutar de estas fiestas con tus hijos, o que los sientas muy cercanos si es que están lejos. 

Para el 2013 te deseamos que tengas paz, que seas feliz y, sobre todo, QUE SEAS VOS MISMA, que te quieras como sos y puedas pedirles a los demás que hagan lo mismo!!!

¡PAZ, AMOR Y FELICIDADES! 
¡Y UN AÑO PLENO DE PROYECTOS PROPIOS!



¡Hasta el año que viene!


jueves, 13 de diciembre de 2012

Siempres y jamases




Lo "ideal" / Lo que suele ocurrir

Seguro que más de una habrá dicho: “Yo me voy a ocupar de que mis hijos hagan deporte y coman sano, no como pasó en mi casa, que mis hermanos y yo resultamos gordos y vagos porque nadie nos enseñó a cuidarnos.” Pero resulta que cuando llegamos a casa después del trabajo no tenemos tiempo ni energía para hacer una cazuela de vegetales que lleva cuarenta minutos de cocción. Y, encima, como no estuvimos en todo el día con los chicos, no nos vamos a poner a luchar para que se la coman y arruinar el poco rato que pasamos juntos. Mañana, decimos, mañana compenso, y nos convencemos de que los buñuelos de brócoli congelados son un buen sustituto de las verduras frescas, y que la hamburguesa que tiramos directamente del freezer a la plancha es, al fin y al cabo, proteína pura. Todo, por supuesto, regado con medio frasco de ketchup, que es como salsa de tomate natural pero más rica (y la única manera de garantizarnos que los chicos coman algo). Igual, si dejamos a los chicos al cuidado de la abuela, tendremos mucho cuidado en llenarla de recomendaciones, y hasta es probable que nos ofendamos si osa darles golosinas, porque el azúcar los excita, les pudre los dientes y les quita el apetito. 




El imperativo es que hagan deporte: a la nena le gusta el hockey y al varón el básquet  Sería demasiada suerte que en el mismo club se jugaran las dos cosas. No, hockey hay en una punta de la ciudad y básquet en la otra. Al principio, madre y padre se dividen: el papá lleva al nene, la mamá lleva a la nena. Uno a la mañana y otro a la tarde. Vida familiar: cero. Y además: en invierno hace un frío de pelarse y la madre no conoce a nadie y se aburre en el borde de la cancha mientras la nena entrena. Al padre le pasa lo mismo pero con menos frío, porque el básquet se juega adentro. Pero el entrenamiento es justo a la misma hora que su partido de fútbol de solteros contra casados, y se lo pierde. A los dos se les hace cuesta arriba llevarlos a los respectivos partidos cuando juegan de visitantes: seguramente conocerán muchos barrios nuevos, casi todos lejos de casa. 

Las prácticas progresivamente se van espaciando… hasta que por fin llega el feliz domingo en que logran desayunar todos juntos. Los chicos toman el chocolate mirando la tele y Papi y Mami pueden darse el lujo de mirarse a los ojos por encima de las tazas del café, aunque sea por un ratito. 

Empezamos a entender porqué nuestros padres no insistieron mucho con el deporte…




miércoles, 12 de diciembre de 2012

Las madres no nacimos de un repollo

Anne Geddes

Las madres también somos hijas. Fuimos bebés, niñas y adolescentes criadas por seres humanos que, en su momento, hicieron lo que pudieron, mejor o peor, para que llegáramos hasta el parto de nuestros propios hijos.
La maternidad nos invita a pensar nuestro pasado como hijas, a reflexionar sobre la relación con nuestros padres. Algunas, las que obtienen un saldo positivo, querrán seguir el ejemplo y repetir el modelo. Otras cuestionarán la manera en que fueron queridas y criadas, y se jurarán a sí mismas ser con sus hijos todo lo contrario de lo que fueron sus padres. 
A poco de andar en la aventura de ser madres nos damos cuenta de que cualquiera de las dos opciones es impracticable. Nuestros hijos no nos pertenecen. Son distintos a nosotras, y no sólo en el ADN. Cada uno tiene su propio carácter, su personalidad y, definitivamente, un contexto familiar distinto a aquel en que nos criamos. Como bien dicen, cada familia es un mundo, y cada pareja construye los límites, los permisos y las formas del amor a su manera.
Sin embargo, muchas veces insistimos ciegamente en las recetas que heredamos, ya sea para copiarlas sin variantes o para revertirlas en espejo. Si prestan atención a la frase anterior, la palabra ciegamente está en negrita. ¿Por qué? Porque muchas veces las decisiones y las acciones que tomamos con respecto a nuestros hijos no son conscientes. Forman parte del legado subterráneo de una cultura familiar que viene operando desde hace varias generaciones y brota, justamente, cuando menos pensamos en él. Se nos escapa, por así decirlo, cuando estamos en el medio de la cola del banco con la criaturita de cuatro años tirada en el piso berreando como un chivo porque no quisimos parar en el quiosco; cuando la hija adolescente nos mira con los ojos en punta y sentencia que nos odia porque le prohibimos ir a bailar hasta tanto no levante las calificaciones; cuando el padre no piensa lo mismo que nosotras; cuando la calesita cotidiana de la hora de dormir nos deja el cuerpo agotado y la cabeza en piloto automático.
Seguro, cuando nos preparamos para tener hijos nos proponemos racionalmente un montón de cosas. Voy a hacer esto y lo otro. Nunca voy a hacer tal cosa ni tal otra. La cabeza enumera debes y haberes condimentados con “siempres” y “jamases”.
Evaluamos los resultados de la educación y el amor que recibimos en nosotras mismas y nuestros hermanos, si los tenemos. Si nuestra madre fue sobreprotectora, trataremos de ser más liberales; si era demostrativa y cariñosa (en exceso, para nuestro criterio) elegiremos ser más parcas. Si la severidad, por ejemplo, aparece como un valor, entonces seremos estrictas; si no, recordaremos todo lo que sufrimos por esa rigidez y nos propondremos ser más tolerantes y flexibles. En el mejor de los casos, llegaremos a un acuerdo con el padre, si lo hay, sobre cuál es la mejor manera de llevar a cabo esta tarea.



Muchas mujeres adultas siguen cargando con conflictos no resueltos con sus padres que complican, hoy por hoy, la relación con sus hijos.
“Mi vieja era un sargento”, dice Eliana. “Tenía un refrán para todo: si no te lo comes ahora lo vas a tener de nuevo en la cena; donde manda capitán no manda marinero; cuando tengas tu propia casa tendrás tus propias reglas… Cuando el refrán no funcionaba, te daba con la zapatilla o te castigaba privándote de algo que te gustaba, como ver televisión o hablar por teléfono. Mi viejo era más flojo, pero casi nunca la contradecía, no fuera a ser que la vieja se las agarrara con él… Me aterra cuando me doy cuenta de que uso las mismas frases con mis hijos, o que cuando me sacan de quicio termino dándoles una palmada en el culo o encerrándolos en el cuarto, y los escucho llorar sin consuelo. En ese momento no me doy cuenta, no sé lo que hago. Creo que mis hijos me tienen miedo.”


Lo que se resiste, persiste… dice el refrán popular. Ajustamos nuestra identidad como madres por más o por menos: soy más cariñosa que mi mamá, soy menos gritona, estoy más presente, soy mucho más paciente, soy más tolerante, soy menos egoísta, ella trabajaba muchas horas afuera y por eso yo quiero quedarme en casa… pero, en realidad, ¿cómo soy, yo, como madre? El juego de los espejos y los opuestos es, a la vez, bienintencionado y tramposo.
El modo en que aprendimos a querer y a dejarnos querer, los estilos familiares de crianza y educación, los valores que heredamos y transmitimos están tan arraigados dentro nuestro que se vuelven obvios, invisibles. Mientras permanezcan en la oscuridad seguirán influyendo en nuestras expectativas sobre nuestros hijos y sobre nosotras mismas como madres. Pese a todos nuestros intentos conscientes, frecuentemente caemos en patrones de decisiones y conductas que pueden llevarnos a repetir modelos de relación conflictivos.

… y lo que se acepta se transforma.  Para eso, antes hay que poder detectar cuánto de mis modelos familiares se está jugando en la relación con mis hijos. ¿De dónde me vienen estas ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo? ¿Estoy pensando yo, decidiendo yo, actuando como me parece a mí, o estoy repitiendo consignas familiares? Más allá del tipo de mamá que tuve o que me hubiera gustado tener, ¿qué tipo de mamá quiero ser para mis hijos?
Es hora de diferenciarnos de nuestras madres. Dejemos de medirnos con ellas y animémonos a ser la mamá que queremos ser, la mamá que podemos ser en las circunstancias particulares que a cada una le toca vivir. Aceptemos que somos únicas, que más allá del legado familiar tenemos recursos, aprendizajes y limitaciones que van a configurar nuestra especial manera de ser madres. Seamos flexibles para cambiar de rumbo cuando una regla o una conducta que nos parecía tan “obvia”, tan “natural”, tan “lógica” (¿tan heredada?), no funciona,  cosa que es frecuente que suceda cuando la adolescencia de los hijos irrumpe en nuestras vidas. Y aprendamos a tolerar con humor nuestras propias contradicciones y errores, ¡porque lo único que es “obvio”, “natural” y “lógico” es que no somos perfectas!

Los mitos de la madre santa 3: Responsabilidad total





Parece increíble que hoy en día, luego del feminismo y de más de cincuenta años del ingreso de la mujer en el mundo del trabajo, siga teniendo influencia sobre la mayoría de las mujeres, y sobre la sociedad toda, la idea de que el bienestar físico y mental de los hijos sea responsabilidad primaria solamente de la madre. Los hombres, los padres, aunque ahora estén mejor dispuestos a participar, también creen que las mujeres tenemos que estar más involucradas que ellos en lo bueno y lo malo que les pueda suceder a sus retoños. No es que estemos enojadas con los hombres (o tal vez un poco sí) sino que nos gustaría dejar de llevar tanto peso sobre nuestros hombros. Ellos no tienen la presión de preguntarse a cada paso qué haría una buena mamá. Nosotras, en cambio, navegamos en un mar de ambigüedades.

Hasta mediados del siglo XX las mujeres parecían destinadas a permanecer en el mundo simbólico de las tres K: Kinder, Kuche, Kirche (niño, cocina, iglesia), como decía Hitler. Como ya vimos, la creencia de que las mujeres naturalmente poseen un instinto maternal devino en la segregación de los roles sociales entre los géneros, encerrando a la mujer en la privacidad del hogar y restringiendo sus intereses y sus tareas a ser madre y ama de casa. Ellas eran las responsables de cuidar a los niños, estimular su desarrollo físico, moral, social y espiritual y prepararlos para la vida. 
A medida avanzaban la tecnología y la industrialización se fueron produciendo cambios en las relaciones entre las personas. En un mundo cada vez más inestable, la maternidad se empezó a concebir como la fuerza conservadora de los valores tradicionales. La madre abnegada, devota, cuya vida giraba en torno de la satisfacción de los deseos de su marido y sus hijos, se convirtió en un objeto de idealización.

Durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres tuvieron que salir a trabajar debido a la falta de hombres. Sin que a nadie le pareciera una conducta “desnaturalizada”, dejaron a sus hijos en guarderías implementadas por el estado y asumieron un rol “masculino”. En ese tiempo, muchas mujeres saborearon nuevas posibilidades de independencia, aprendieron a valorar sus propias capacidades y obtuvieron logros importantes. Las madres comenzaron a ser personas.
Ahora bien: terminada la guerra, se pretendió que las mujeres abandonaran todo esto, que resignaran sus ambiciones para volver al hogar a criar a los niños. Al mismo tiempo, los avances en las técnicas anticonceptivas comenzaron a plantar en la mente femenina la semilla de una duda: ¿quiero o no quiero tener un hijo? La maternidad dejó de ser un proceso natural para convertirse en una elección. 
Como la historia demuestra, las ideas van cambiando en un círculo de acción y reacción. Para contrarrestar la creciente independencia femenina fueron surgiendo nuevas teorías que ponían el acento no ya en el argumento biológico sino en los supuestos efectos negativos que se producirían en los hijos si la madre no se entregara a ellos totalmente. Una madre distraída por sus ambiciones personales, una madre aunque fuera parcialmente ausente del hogar podría llevar a sus hijos a la delincuencia, a la enfermedad y a la locura, sin contar además los riesgos de ser secuestrados, abusados o maltratados por las personas que se ocupan de ellos. La difusión de la psicología infantil y de las teorías psicoanalíticas, con su acentuación del vínculo madre-hijo, contribuyeron a generar en las mujeres más sentimientos de miedo, angustia y culpa. 


El enfoque sobre la responsabilidad materna no es sólo una demanda injusta sobre las mujeres, culpándolas de todo lo que pueda salir mal en la crianza de los hijos, sino que deja completamente al margen la responsabilidad de los padres y de las instituciones sociales.