miércoles, 12 de diciembre de 2012

Los mitos de la madre santa 3: Responsabilidad total





Parece increíble que hoy en día, luego del feminismo y de más de cincuenta años del ingreso de la mujer en el mundo del trabajo, siga teniendo influencia sobre la mayoría de las mujeres, y sobre la sociedad toda, la idea de que el bienestar físico y mental de los hijos sea responsabilidad primaria solamente de la madre. Los hombres, los padres, aunque ahora estén mejor dispuestos a participar, también creen que las mujeres tenemos que estar más involucradas que ellos en lo bueno y lo malo que les pueda suceder a sus retoños. No es que estemos enojadas con los hombres (o tal vez un poco sí) sino que nos gustaría dejar de llevar tanto peso sobre nuestros hombros. Ellos no tienen la presión de preguntarse a cada paso qué haría una buena mamá. Nosotras, en cambio, navegamos en un mar de ambigüedades.

Hasta mediados del siglo XX las mujeres parecían destinadas a permanecer en el mundo simbólico de las tres K: Kinder, Kuche, Kirche (niño, cocina, iglesia), como decía Hitler. Como ya vimos, la creencia de que las mujeres naturalmente poseen un instinto maternal devino en la segregación de los roles sociales entre los géneros, encerrando a la mujer en la privacidad del hogar y restringiendo sus intereses y sus tareas a ser madre y ama de casa. Ellas eran las responsables de cuidar a los niños, estimular su desarrollo físico, moral, social y espiritual y prepararlos para la vida. 
A medida avanzaban la tecnología y la industrialización se fueron produciendo cambios en las relaciones entre las personas. En un mundo cada vez más inestable, la maternidad se empezó a concebir como la fuerza conservadora de los valores tradicionales. La madre abnegada, devota, cuya vida giraba en torno de la satisfacción de los deseos de su marido y sus hijos, se convirtió en un objeto de idealización.

Durante la Segunda Guerra Mundial las mujeres tuvieron que salir a trabajar debido a la falta de hombres. Sin que a nadie le pareciera una conducta “desnaturalizada”, dejaron a sus hijos en guarderías implementadas por el estado y asumieron un rol “masculino”. En ese tiempo, muchas mujeres saborearon nuevas posibilidades de independencia, aprendieron a valorar sus propias capacidades y obtuvieron logros importantes. Las madres comenzaron a ser personas.
Ahora bien: terminada la guerra, se pretendió que las mujeres abandonaran todo esto, que resignaran sus ambiciones para volver al hogar a criar a los niños. Al mismo tiempo, los avances en las técnicas anticonceptivas comenzaron a plantar en la mente femenina la semilla de una duda: ¿quiero o no quiero tener un hijo? La maternidad dejó de ser un proceso natural para convertirse en una elección. 
Como la historia demuestra, las ideas van cambiando en un círculo de acción y reacción. Para contrarrestar la creciente independencia femenina fueron surgiendo nuevas teorías que ponían el acento no ya en el argumento biológico sino en los supuestos efectos negativos que se producirían en los hijos si la madre no se entregara a ellos totalmente. Una madre distraída por sus ambiciones personales, una madre aunque fuera parcialmente ausente del hogar podría llevar a sus hijos a la delincuencia, a la enfermedad y a la locura, sin contar además los riesgos de ser secuestrados, abusados o maltratados por las personas que se ocupan de ellos. La difusión de la psicología infantil y de las teorías psicoanalíticas, con su acentuación del vínculo madre-hijo, contribuyeron a generar en las mujeres más sentimientos de miedo, angustia y culpa. 


El enfoque sobre la responsabilidad materna no es sólo una demanda injusta sobre las mujeres, culpándolas de todo lo que pueda salir mal en la crianza de los hijos, sino que deja completamente al margen la responsabilidad de los padres y de las instituciones sociales.


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