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Anne Geddes |
Las
madres también somos hijas. Fuimos bebés, niñas y adolescentes criadas por
seres humanos que, en su momento, hicieron lo que pudieron, mejor o peor, para
que llegáramos hasta el parto de nuestros propios hijos.
La
maternidad nos invita a pensar nuestro pasado como hijas, a reflexionar sobre
la relación con nuestros padres. Algunas, las que obtienen un saldo positivo,
querrán seguir el ejemplo y repetir el modelo. Otras cuestionarán la manera en
que fueron queridas y criadas, y se jurarán a sí mismas ser con sus hijos todo
lo contrario de lo que fueron sus padres.
A poco
de andar en la aventura de ser madres nos damos cuenta de que cualquiera de las
dos opciones es impracticable. Nuestros hijos no nos pertenecen. Son distintos
a nosotras, y no sólo en el ADN. Cada uno tiene su propio carácter, su personalidad
y, definitivamente, un contexto familiar distinto a aquel en que nos criamos.
Como bien dicen, cada familia es un mundo, y cada pareja construye los límites,
los permisos y las formas del amor a su manera.
Sin
embargo, muchas veces insistimos ciegamente en las recetas que
heredamos, ya sea para copiarlas sin variantes o para revertirlas en espejo. Si
prestan atención a la frase anterior, la palabra ciegamente está en negrita. ¿Por qué? Porque muchas veces las decisiones y las
acciones que tomamos con respecto a nuestros hijos no son conscientes. Forman
parte del legado subterráneo de una cultura familiar que viene operando desde
hace varias generaciones y brota, justamente, cuando menos pensamos en él. Se
nos escapa, por así decirlo, cuando estamos en el medio de la cola del banco
con la criaturita de cuatro años tirada en el piso berreando como un chivo porque
no quisimos parar en el quiosco; cuando la hija adolescente nos mira con los
ojos en punta y sentencia que nos odia porque le prohibimos ir a bailar hasta
tanto no levante las calificaciones; cuando el padre no piensa lo mismo que
nosotras; cuando la calesita cotidiana de la hora de dormir nos deja el cuerpo
agotado y la cabeza en piloto automático.
Seguro,
cuando nos preparamos para tener hijos nos proponemos racionalmente un montón
de cosas. Voy a hacer esto y lo otro. Nunca voy a hacer tal cosa ni tal otra.
La cabeza enumera debes y haberes condimentados con “siempres” y “jamases”.
Evaluamos
los resultados de la educación y el amor que recibimos en nosotras mismas y
nuestros hermanos, si los tenemos. Si nuestra madre fue sobreprotectora,
trataremos de ser más liberales; si era demostrativa y cariñosa (en exceso,
para nuestro criterio) elegiremos ser más parcas. Si la severidad, por ejemplo,
aparece como un valor, entonces seremos estrictas; si no, recordaremos todo lo
que sufrimos por esa rigidez y nos propondremos ser más tolerantes y flexibles.
En el mejor de los casos, llegaremos a un acuerdo con el padre, si lo hay,
sobre cuál es la mejor manera de llevar a cabo esta tarea.
Muchas
mujeres adultas siguen cargando con conflictos no resueltos con sus padres que
complican, hoy por hoy, la relación con sus hijos.
“Mi
vieja era un sargento”, dice Eliana. “Tenía un refrán para todo: si no te lo
comes ahora lo vas a tener de nuevo en la cena; donde manda capitán no manda
marinero; cuando tengas tu propia casa tendrás tus propias reglas… Cuando el
refrán no funcionaba, te daba con la zapatilla o te castigaba privándote de
algo que te gustaba, como ver televisión o hablar por teléfono. Mi viejo era
más flojo, pero casi nunca la contradecía, no fuera a ser que la vieja se las agarrara
con él… Me aterra cuando me doy cuenta de que uso las mismas frases con mis
hijos, o que cuando me sacan de quicio termino dándoles una palmada en el culo o encerrándolos en el cuarto, y los escucho llorar sin consuelo. En ese momento
no me doy cuenta, no sé lo que hago. Creo que mis hijos me tienen miedo.”
Lo que
se resiste, persiste… dice el
refrán popular. Ajustamos nuestra identidad como madres por más o por menos: soy
más cariñosa que mi mamá, soy menos gritona, estoy más presente, soy mucho más
paciente, soy más tolerante, soy menos egoísta, ella trabajaba muchas horas
afuera y por eso yo quiero quedarme en casa… pero, en realidad, ¿cómo soy, yo,
como madre? El juego de los espejos y los opuestos es, a la vez,
bienintencionado y tramposo.
El modo
en que aprendimos a querer y a dejarnos querer, los estilos familiares de
crianza y educación, los valores que heredamos y transmitimos están tan
arraigados dentro nuestro que se vuelven obvios, invisibles. Mientras
permanezcan en la oscuridad seguirán influyendo en nuestras expectativas sobre
nuestros hijos y sobre nosotras mismas como madres. Pese a todos nuestros intentos
conscientes, frecuentemente caemos en patrones de decisiones y conductas que
pueden llevarnos a repetir modelos de relación conflictivos.
… y lo
que se acepta se transforma. Para eso, antes hay que poder detectar cuánto de mis modelos familiares
se está jugando en la relación con mis hijos. ¿De dónde me vienen estas ideas
sobre lo que es bueno y lo que es malo? ¿Estoy pensando yo, decidiendo yo,
actuando como me parece a mí, o estoy repitiendo consignas familiares? Más allá
del tipo de mamá que tuve o que me hubiera gustado tener, ¿qué tipo de mamá
quiero ser para mis hijos?
Es hora
de diferenciarnos de nuestras madres. Dejemos de medirnos con ellas y
animémonos a ser la mamá que queremos ser, la mamá que podemos ser en las
circunstancias particulares que a cada una le toca vivir. Aceptemos que somos
únicas, que más allá del legado familiar tenemos recursos, aprendizajes y
limitaciones que van a configurar nuestra especial manera de ser madres. Seamos
flexibles para cambiar de rumbo cuando una regla o una conducta que nos parecía
tan “obvia”, tan “natural”, tan “lógica” (¿tan heredada?), no funciona, cosa que es frecuente que suceda cuando la
adolescencia de los hijos irrumpe en nuestras vidas. Y aprendamos a tolerar con
humor nuestras propias contradicciones y errores, ¡porque lo único que es
“obvio”, “natural” y “lógico” es que no somos perfectas!