Hay
madres que cocinan y madres que piden pizza. Hay madres que trabajan y otras
que se quedan en casa. Algunas visten a sus hijos con pulóveres de cuello alto y
bufandas hasta bien entrada la primavera para que no se resfríen, y otras que
los dejan andar descalzos en invierno para que fortalezcan sus defensas. Están las que adoran jugar con los chicos por largas horas y otras a las que les
resulta insoportablemente aburrido, las que leen cuentos hasta que los niños
se duermen y las que les dan un beso, apagan la luz y se van.
Algunas prefieren
a sus hijos varones, otras a las mujeres y otras a las que les da lo mismo. Hay
quienes son fantásticas con los bebés y otras que disfrutan más cuando los
hijos son adolescentes. Las hay que parecen más jóvenes que sus hijas y otras
al estilo de Rubens; estrictas y permisivas, presentes e indiferentes, gritonas y tranquilas,rockeras y sinfónicas, Susanitas y Mafaldas, las que se
meten en todo y las que dejan hacer. Y también hay infinitas combinaciones
entre todas ellas.
A
menudo escuchamos decir que “Madre hay una sola”. La frase de tango reivindica
y consagra con un folclore tierno la mística de ser madres. Pero el problema
con lo folclórico es que suele escapar con facilidad a la lupa del
cuestionamiento. ¿Por qué es una sola? ¿Cuál es esa madre? ¿Cómo es? ¿Cuál es
su tarea? ¿Hay una tarea?
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